19. Réquiem por la literatura

Me imagino la concesión del premio Nobel de Literatura 2016 de la siguiente manera: el galardón tenía que recaer sí o sí en un estadounidense este año, pues eran ya muchos los que se dejaba sin premiar a alguien procedente de las Letras del amo del mundo, pero el jurado no acababa de decidirse por ningún escritor de los que componían la larga lista de posibles premiados, compuesta, entre otros, por Philip Roth, Joyce Carol Oates, Conrad McCarthy, Richard Ford, quizá Thomas Pynchon, etc.

Ante la zozobra del implacable paso del tiempo, ante la cercanía del día D y la hora H –ya iban con una semana de retraso, curioso, ¿no?−, decidieron ponerse como fecha límite la mañana del miércoles 12 de octubre, un día antes de que la secretaria de la Academia, la señora Sara Danius, anunciara, no sin un deje de turbación en la voz –¿o era resaca?–, que Bob Dylan, sí, el cantautor, era el galardonado.

Se conoce que la noche de antes, los miembros del jurado habían organizado una cena para dirimir definitivamente qué nombre inscribirían con luces de neón en el Olimpo de las Letras. Sin embargo, ya en tiempo de caros chupitos digestivos, advirtieron que la cosa aún no estaba solucionada. Roth y McCarthy empataban en primera posición, seguidos de cerca por Oates –algún camarero indiscreto comentaría al día siguiente que ésta fue eliminada de la lista fácilmente; ya llevaban dos años seguidos concediéndoselo a una mujer, y tres ya serían demasiados para la testosterona del mundo–. Así que sus eminencias se dieron un ultimátum: a la mañana siguiente, a primera hora, tendrían que desempatar, y en caso de no existir quorum, sería el presidente quien se encargaría de elegir al ganador. 
 
Acabada la cena, se citaron media hora más tarde –el tiempo necesario para que descargasen sus vejigas, para que sus chóferes introdujesen las nuevas coordenadas en el GPS y los llevasen al lugar indicado– en un club cercano, que como es bien sabido el alcohol siempre empuja a la reflexión. Una vez allí, el caprichoso destino quiso que esa noche estuviese dedicada a Bob Dylan, grande entre los grandes de la música, un referente de la segunda mitad del siglo XX –el siglo pasado ya, ¿eh?–, de modo que Blowin’ in the Wind, Hurricane o Like a Rolling Stone se fueron abriendo paso entre los profundos pensamientos de los miembros del jurado.
 
Y así nos plantamos de lleno en la mañana del miércoles 12 de octubre. El aroma a café cargado inunda la sala donde se decide la suerte del Nobel de Literatura. Las ojeras surcan las demacradas caras de los miembros del jurado. El paracetamol circula en un tráfico imparable bajo la mesa. Nadie toca el copioso desayuno, tanta es la tensión o tanta fue la ingesta de alcohol la noche anterior, no importa. Y en la cabecera de la mesa, la silla del presidente continúa desocupada. Acaba de llamar, se encuentra en un atasco. El resto de miembros descubre sus cartas, los adeptos de Roth siguen con Roth; y los de McCarthy, con McCarthy; los de Oates se han dividido por igual entre el primero y el segundo… ¡siguen empatados! Al final, coinciden todos ellos, es un alivio, será el presidente el que decida en quién recaerá el premio y asuma la responsabilidad de algo que tiene a todo el planeta en vilo… nuestras vidas, por fin, podrán volver a ser lo que eran.
 
El presidente ya está aquí, acaba de llegar y se dirige a ocupar su silla con paso cansino. Después de dar los buenos días con voz pastosa, pregunta al resto de miembros si ya tienen su veredicto. El vocal le anuncia que sí, que después del nuevo recuento efectuado esa misma mañana a primera hora, se mantiene el statu quo. Pero el presidente no lo escucha, los acordes de A Hard Rain’s Gonna Fall martillean sus sienes, y no puede quitarse de la cabeza las caderas de aquella camarera rubia que le sirvió el último gin-tonic, ni sus ojos, ni sus pechos. Bob Dylan, anuncia por fin libre de su ensoñación rubia ante el estupor del resto de miembros del jurado, el Nobel será Bob Dylan. Nos criticarán y nos vitorearán a partes iguales, no importa. Lo que de verdad importa es que hablen de nosotros. Y ahora me retiro a descansar, que he pasado mala noche. Su trabajo consiste ahora en buscar razones que justifiquen la elección. Y con un buenos días aún más cansado y pastoso abandona la escena.
 
El resto de miembros del jurado, con toda la diligencia que les permite su resaca, desempolvan los antiguos manuales de historia de la literatura, y allí encuentran los motivos que enviarán a sus voceros habituales, vividores de la cultura oficial, para defender que se le haya otorgado el premio a un cantante: unos viajan hasta el medievo, donde encuentran a los antiguos trovadores; otros llegan aún más allá, a la Grecia clásica, donde entre rosadas auroras y pies ligeros encuentran al misterioso Homero, a los aedos y los rapsodas; otros se desplazan a la cercana Lesbos, siempre morbosa, donde dan con la fragmentaria Safo. Ya está, por fin tenemos nuevo Nobel de Literatura, ustedes dennos el pan que ya nosotros les montamos el circo.
 
Como se suele decir, entre broma y broma, la verdad asoma, y aunque todo lo escrito anteriormente tiene mucho de parodia, sarcasmo e ironía, no entiendo la concesión del Nobel a Dylan sin la participación del alcohol –o algún tipo de droga propia de ambientes elitistas–; bueno, miento, sí que creo saber por qué se lo han concedido a él, y eso es lo que realmente me preocupa.
 
Para empezar diré que estamos ante un premio “tribunero”, concedido al gran público, a ése al que la literatura le importa menos que nada. Este año todo el mundo se siente parte de algo tan importante como el Nobel de Literatura, no nos engañemos. Porque aunque no se consuma, aunque se ningunee social, educativa e institucionalmente, la literatura, como parte esencial de la cultura humana, todavía conserva ese aura de prestigio; la gente con cultura, los escritores, son gente que mola; como los roqueros de antes, entre los que podríamos situar a Dylan. Todo el mundo conoce al bueno de Bob, que es cierto, tiene mucho de poesía en sus canciones, pero que no es un poeta ni poemas son sus letras.
 
Este es un premio, además, concedido a los “culturillas”, a la gente cool, a los que se apuntan a talleres literarios a escondidas, a los que se nutren de cultura acompañada de copa y canapé en certámenes a los que sólo se puede asistir con invitación previa. Los conozco, sé quiénes son, y los aborrezco. Nada que ver con los libros y las bibliotecas, no. Eso es poco chic. ¿Para qué voy a leer si en un máximo de cinco minutos de canción tengo a un Nobel a mano? Lo puedo “leer” mientras cocino, mientras estoy en el baño, mientras conduzco, mientras follo con mi amante. Fantástico, ¿no? Y así, cada vez nos vamos haciendo más pequeñitos.
 
Este es un premio que no es un premio, es una operación de mercadotecnia. Si la Academia se pusiera a vender camisetas ahora mismo, superaba los ingresos generados por las de los futbolistas Messi y Ronaldo, o las de los baloncestistas James y Curry, estoy seguro. ¿Desde cuándo un Nobel de Literatura ha abierto un telediario? Pues Dylan, un no escritor, lo ha hecho. ¿Sabéis cuántos artículos le dedicaba a Dylan El País digital el jueves? Doce. Y sólo uno de ellos, titulado “¿La muerte de la literatura?” –curiosamente a lo largo del día cambiaba a la pregunta “¿Se merece Dylan el Nobel?” o algo parecido; hoy ya había desaparecido de entre los artículos destacados; sabia gente estos cultos de El País, unos grandes referentes de la cultura de masas–, parecía opinar en contra de la elección del premiado: el periodista se hacía eco en su artículo de la novela Alabanza, de Alberto Olmos, publicada en 2014, que pronosticaba la muerte de la literatura, apocalipsis que comenzaba con la concesión del Nobel a Dylan –hoy ya hay algún otro artículo más, ¡que siga la ilusión de ecuanimidad!, que sigue esta misma línea– . Y, mucho me temo, ante eso estamos precisamente. De ahí este réquiem que hoy le dedico.
 
Porque que la literatura lleva en estado agonizante mucho tiempo lo sabemos todos. Pero que una institución como la Academia haya decidido, en beneficio propio, que un cantautor sea merecedor del Nobel de Literatura es el golpe de gracia definitivo. Pero definitivo, por suerte, de cara a las masas, que los escritores de verdad, los que le dedican su vida a la literatura, seguirán a lo suyo, como siempre y como tiene que ser, de espaldas a la oficialidad, sin necesidad de llenar estadios ni de cobrar por las entrevistas que conceden ni por ser considerados divos. Deo gratias.
 
Este premio no es un premio, es un disparate colosal y una falta de respeto. Primero, como creo que ya ha quedado claro, por parte de la Academia, que concede el Nobel de Literatura a alguien que no pertenece a la disciplina literaria con el único fin, creo yo, de que se hable de ello. Ser impopulares en el mundillo literario les ha dejado de funcionar, así que han decidido entregárselo a las grandes masas. ¿Qué hay de malo? A mí me gusta Dylan, y sus letras son geniales, piensan algunos de los believers con los que he discutido sobre el tema en los últimos días y que inundan las redes sociales con “memes” para memos y con artículos que justifican la elección del de Minnesota. Pues que Dylan no es escritor, punto y pelota. Si yo te digo ahora que el año que viene le conceden el Nobel de Química a los hermanos Roca, ¿te parecería igual de bien? Seguro que no. No es lo mismo, me dirías, querido o querida believer, Dylan es autor de poesía cantada, y uno de los mejores en lo suyo, y podría considerarse escritor. Ya, y los hermanos Roca provocan alucinantes reacciones químicas en sus fogones, ambrosía para nuestros paladares, y son de lo mejorcito en lo suyo, ¿por qué no considerarlos también grandes químicos? Ya te lo digo yo, por una cuestión de respeto o, mejor dicho, de falta de respeto. Nunca se le concedería el Nobel de Química a alguien que no fuese químico, ni el de Física a alguien que no fuese físico. Pero con el de Literatura la cosa cambia, ¿no? ¿Y por qué cambia? En efecto, porque no se le tiene el mismo respeto a la Literatura que a la Química o la Física – antiguo debate éste, ¿eh?–. Y esta falta de respeto llega hasta el punto de considerar que cualquiera puede ser escritor, ora sea Bob Dylan, ora mi vecino del sexto. Pues no, señores y señoras, andan ustedes equivocados. Miren si es complicado ser escritor que un privilegiado como Dylan nunca lo ha podido ser.
 
No puedo finalizar este post sin comentar antes un artículo que se ha utilizado en las redes sociales para defender la idoneidad del galardón –qué sospechoso resulta todo cuando hay gente que pierde su tiempo buscando en los archivos de El País, o está pendiente de Twitter, a ver si hay un chispazo que le conceda la baza definitiva; y es que no tener razones es mucho más jodido que no tener la razón, lo entiendo y me compadezco–. Se trata de uno que Benjamín Prado, que como me advertía un believer haciendo gala de un buen uso del argumento de autoridad –lo que sucede, amigo, cosa que a ti a lo mejor no te pasa, es que es posible, por formación y profesión, que yo también sea una voz autorizada para opinar sobre esto, como opina un químico sobre cosas de química, o un antropólogo sobre antropología–, es novelista y poeta, y además ha ganado varios premios literarios –vamos, que si me llega a decir que de vez en cuando le dejan el micrófono en La Sexta, me lanzo a bautizarme, a hacer la comunión y a confirmarme, lo que sea necesario con tal de formar parte de su credo –, publicó en El País en octubre de 2007, donde se exponen una serie de razones por las que, según el firmante, deberían haberle concedido el Nobel a Dylan hace ya nueve años. En él, Prado habla de límites inexistentes que sin embargo hace tiempo ya que fueron establecidos; habla de Cela, Echegaray y Churchill como galardonados absurdos –¿se le escapa que lo que está pidiendo, el Nobel para Dylan, es otra imbecilidad mayúscula o me lo parece a mí?–. Luego ya se viene arriba y dice que el cantautor está perdiendo un montón de pasta por no dedicarse a eso tan tonto de la poesía, porque sus poemas adolescentes fueron vendidos en una subasta por 66.000 euros… ya, güey, pero esos poemas se vendieron a ese precio porque Dylan es Dylan, un cantautor que se convirtió en ídolo de masas allá por las décadas de 1960 y 1970. Y si Dylan no hubiese sido Dylan nunca y se hubiese decantado por eso tan tonto de la poesía, hoy no tendría ni la fortuna que tiene ni le hubiesen concedido un Nobel absurdo. ¿Estamos en lo que estamos o seguimos soltando sandeces? Ojo, que lo que sigue sí que me parece importante, que se subraya que fue amigo de poetas, bautizó a su guitarra con el nombre de Rimbaud e incluso se hizo una foto en la tumba de Kerouac. Tal vez entonces se contagiase de saber literario, en fin…
 
Ya es hora de dejar esto y preparar la cena, que con suerte de aquí a unos años soy el nuevo Nobel de Química. Vale.

 

4 comentarios sobre “19. Réquiem por la literatura

  1. Dieron el Nobel de la paz a la unión europea, ahora el de literatura a Dylan (Bob, no Thomas)… ya no quiero un Nobel, prefiero un Grammy. De aquí un rato comentamos el planeta, que ya verás qué risas.

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  2. He descubierto tu blog y esta entrada me parece magnífica. Se puede decir más alto, pero no más claro. Llevo años esperando que le den el Nobel a Philip Roth o a Joyce Carol Oates y se lo dan a un cantante que, como dices, ni es poeta ni sus letras son poemas (y conste que me gusta, pero cada cosa es cada cosa). Y lo malo es que como tardarán años en volver a dar el premio en Estados Unidos, Joyce Carol Oates se quedará sin él como ya se quedó Philip Roth.
    Y sí, muchos lo han aplaudido, pero eso no hace que el despropósito deje de serlo. En cuanto a Benjamín Prado, me callo porque…
    Un saludo.

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    1. Me alegro de que te haya gustado, Rosa. No es la primera injusticia del Nobel, pero sí la última. Y clama al cielo, como dices, que que Dylan lo tenga (y a mí también me gusta y es un grande en lo suyo) y otros no, en efecto.
      Yo con Benjamín Prado ni podía, ni puedo ni creo que pueda nunca…

      ¡Un saludo!

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