Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar

Blog personal de Alfredo Martín G.

73. Padre presencial

Sin ambages: una noche de mierda. Las cuatro de la madrugada y sé que ya no voy a poder dormir más. Y lo que he dormido hasta este momento tampoco es para tirar cohetes. Supongo que el hecho de que a mí me operasen a la misma edad y que de aquella intervención saliese como salí tiene su peso. Sin embargo, una cosa soy yo, que ya soy adulto y me he acostumbrado a convivir con la enfermedad, y otra muy diferente es ella, que tiene toda una vida por delante. Ahora entiendo a la perfección lo que pasaron mis padres. ¡Entiendes tantas cosas cuando el padre eres tú! Y eso que el preoperatorio, el de casa, el de mamá y papá, ha ido de fábula. Solo dos preguntas nos hizo Júlia cuando le explicamos que la tenían que operar, por qué y en qué consistía la intervención: “¿Cómo me dormirán?” y, tras pensarlo un rato mientras dibujaba entretenida esperando la cena: “Es por mi bien, ¿no?”. ¡No me diréis que no es para comérsela! Pero cuatro noches después así estoy yo, sin poder pegar ojo…

Cuando quiero darme cuenta ya está vibrando el reloj (ahora ya no hay despertadores que te levanten de la cama con estridencia, ni padre que suba la persiana al grito de “¡Quinto, levanta, estira de la manta!”, todo es más sutil y delicado; culto a Morfeo elevado a la enésima potencia y una buena dosis de malcrianza, que dirán con desaprobación algunos). Preparar desayunos, quien pueda que pase por el lavabo pero sin recrearse, hoy no hay repaso a las redes sociales mientras nos desprendemos de lo que no deseamos que permanezca con nosotros, ducha rápida y arreando, que es gerundio, el hospital nos espera.

Señal de buena suerte, que es lo que llevo diciéndome toda la noche, vamos a tener suerte, ya lo verás, todo va a ir bien: encontramos un aparcamiento cojonudo, el único que había, como luego comprobaremos, con lo que nos ahorramos el dinerito del parking del hospital (lo destinaremos a la universidad de la niña o, mejor aún, a pagar la factura del gas, que va a hacer frío y los majetes de las energéticas no van a perder la ocasión de hacer su agosto particular; pobres, son tiempos difíciles para todos, ¿verdad?) y yo me ahorro perderme la entrada en quirófano de mi hija, que es otra cosa que me atormenta: tener que aparcar donde Dios perdió las alpargatas (o el nombre, o el mechero, o la boina, o los clavos, o la bufanda… que, con tan mala cabeza como tenía, igual muy omnipotente no era tan distinguido señor, ¿no?; yo, como mucho, pierdo las llaves un par de veces al día, y no por eso poseo reino alguno, así en la tierra como en el cielo) y no llegar al momento de la despedida, porque, claro, como siempre, se nos ha echado el tiempo encima. Ni muy cerca ni muy lejos del hospital, al aparcamiento me refiero, idóneo para estirar las piernas, para aliviar los nervios y para conjurar los miedos.

Llega el momento de la verdad: lo que hasta este momento ha sido una idea abstracta para todos, la operación, empieza a ser una bofetada de realidad; me van a operar, te van a operar, nos la van a operar. Papeleo, consentimiento para que los estudiantes de Medicina curioseen el historial (ya, en la privada esto no pasa, pero es que en la privada no se hace nada, ni se forma ni se investiga; lo que hace la privada es comprar lo que se ha formado e investigado en la pública, y a precio de amigo, oye, que para estas cosas es por lo que hay que tenerlos hasta en el infierno: nunca sabes de dónde vas a poder sacar tajada, ¿no es así, colega?) y bla, bla, bla… La niña no, lógico, pero nosotros, como padres, lo que queremos es que todo pase cuanto antes. Y que todo salga bien, por supuesto.

Ahora sí, todo en regla, ya he avisado de que necesitaremos justificantes de la intervención y, en mi caso, que el informe médico especifique el tiempo de reposo domiciliario que necesite Júlia porque, claro, es imprescindible un papel del médico que atestigüe que una niña de cinco años necesita que sus padres se queden en casa con ella el tiempo que necesite de reposo y curas y otras atenciones, que ya se sabe que las niñas de cinco años pueden valerse por sí mismas y tienen que estar realmente impedidas para necesitar que sus padres se queden con ellas… Y si se trata del padre, todavía más, que sé de casos en la misma empresa de niños cuyas madres no necesitan de tanto papeleo para poder teletrabajar (conciliación se le llamaba a eso, ¿no? E igualdad, también me suena igualdad…). Sí, ya sé que un informe médico es confidencial, le respondo a la enfermera, pero no, no pienso enseñárselo a nadie, descuide, lo único que pretendo es hacerle una foto a esa línea en concreto que detalla el tiempo recomendado de reposo domiciliario, y quien quiera saber más, que se compre un libro. Así de bien están las cosas, al parecer…

Tras veintidós largos minutos, los que separan las nueve en punto de las nueve y veintidós minutos, una voz como de otro mundo avisa de que Júlia ya puede entrar y esperar en la sala, con un único acompañante… ¿Cómo? En el preoperatorio oficial (nada de pruebas, si os habéis imaginado eso, descartadlo: un simple cuestionario por teléfono) nos dijeron que los padres, a mí me salen dos, una madre y un padre, no seáis listillos, estarían con ella en todo momento hasta que entrase en quirófano. Y el día que nos llamaron para confirmarnos fecha y hora de la intervención también nos dijeron lo mismo. Pues nada, y yo que pensaba que los carteles de “Un único acompañante por paciente” del pasillo eran un reducto de la pandemia que se habían olvidado de retirar, como les pasa a muchos con el árbol y los adornos navideños, que casi les ocupan el domicilio hasta el Miércoles de ceniza… ¿Qué se hace en estos casos? ¿Te lo juegas a los chinos? ¿A un pulso, como Lincoln Hawk en Yo, el halcón? A fin de cuentas, como Stallone en la película, mamá y papá también lucharían por el amor de una hija… Pues no, uno de los dos tiene que ceder y, si todavía no lo habéis adivinado, lo hice yo.

Supongo que hace unos años esto era lo normal, que el padre se quedase fuera y que fuese la madre quien acompañase a los hijos en cualquier intervención o prueba médica. La verdad es que si echo la vista atrás y reviso mi historial médico, que es bastante amplio, no recuerdo ninguna ocasión en que fuese mi padre quien me diese el último relevo antes de lanzarme hacia la meta. No lo he hablado con él, ni con mi madre, tal vez era lo habitual (sí, soy un hijo del patriarcado, y hasta este momento no me había preguntado sobre esta cuestión), pero yo no quiero quedarme fuera. No la he parido, pero es mi hija, y no me preocupo menos por ella que su madre, ni tampoco más, que nadie me malinterprete. De esto estoy seguro. Pero sin discusión, tras los cinco segundos escasos que separan la sorpresa por no poder ser ambos progenitores los acompañantes de que se decida quién entrará con la niña, digo las palabras que no quiero decir cuando mi pareja me pregunta si quiero entrar yo: no, ve tú.

Me despido de la niña, todo va a ir bien, en un momento estarás con nosotros, campeona, y me quedo más solo que la una en esa sala de espera donde absurdamente emiten en bucle las noticias del día. ¿Y a mí qué coño me importa el mundo? Lo que yo quiero es estar con mi hija… Van pasando los minutos, y las medias horas, y las horas. Somos tan prudentes que hemos hecho caso a las advertencias y mi pareja no se ha llevado el móvil, así que no tengo ni idea de qué está pasando, cómo se encuentra mi hija ni en qué punto se encuentra el proceso. El proceso, vaya expresión, unos y otros la han (la hemos) teñido de vergüenza… Me paseo por la sala, salgo a fumar, contesto a una llamada, y las noticias que no paran, y la señora que se sienta a mi lado que habla dos tonos por encima de lo tolerable, y la máquina de café con su ruido como de bisturí láser (que no sé qué ruido infernal puede hacer un bisturí láser, pero así me lo figuro yo ahora)… y miro a mi alrededor: mi chaqueta, mi pañuelo para el cuello, la chaqueta de mi hija, la de mi pareja, su bolso, la mochila de mi hija, hasta arriba de unos juguetes y de unos cuadernos para pintar que no sé para qué los hemos traído. Me digo a mí mismo que a lo mejor a esto se refieren con la expresión padre presencial (ojo, que lo dicen de manera positiva, aunque a mí me suena a bocadillo de lo de siempre con un extra de mierda rancia de la mejor calidad): taxista, actor de reparto, guardarropa. Y me enfada, me enfado, la verdad es que me enfado. Por la presencialidad, por la tos del que se sienta delante mío, por la extrema prudencia de mi pareja, por la periodista que no se calla ni un momento (sí lo hace, pero preferiría que no fuese así para tener la excusa perfecta para dar rienda suelta a mi enfado), por la lentitud de las agujas del reloj. Por todo, todo el puto mundo me enfada…

A las 11:00 horas sale mi pareja, y me encuentra cabreado, no voy a mentir. Los nervios, y no saber, qué dañino es no saber, la imaginación se desboca, me tienen bastante desquiciado. Después de que me cuente cómo ha ido acabamos discutiendo por algo que en realidad no importa mientras salimos a tomar el aire y un café, pero la verdadera razón de la discusión no es otra que la de haber tenido que quedarme apartado. Los nervios, ¿sabéis?, de uno y de la otra. ¿Reacción infantil? Tal vez, pero de eso se trata, de una niña, de mi niña. Mi pequeña, a la que le ha entrado el miedo (como es lógico, y según me ha contado mi pareja) en el último momento, la que se ha querido ir a casa, la que solo ha encontrado consuelo, y no del todo, después de un buen rato y de muchos intentos de tranquilizarla por parte de su madre. La que se ha montado en el coche de juguete que tienen en la sala de recuperación (en ese momento, de iniciación) y ha jugado a ir a comprarle pañales a sus bebés. La que después de que le hayan aplicado lo que utilizan para atontarte ha entrado en quirófano a caballito de un doctor y móvil en mano, donde ha pedido que le pusieran La pantera rosa. Y lo que me enfada, lo que me jode sobremanera, es que me hayan privado de haber estado ahí. Limitarme a ser el padre que, escasos metros más allá y tras un par de puertas, no ha dejado de pensar en ella.

A las 11:22 horas, ya acabando el café, y tras la tormenta que antecede a la calma, le llega un mensaje a mi pareja que la informa de que ha empezado la operación y del tiempo que durará. Una media hora más tarde, mientras paseamos por los alrededores del hospital, la vuelven a avisar: ha acabado, Júlia está en la sala de recuperación, nos llamará por teléfono (sin comentarios) la doctora y nos explicará qué le han hecho y cómo ha ido. Al cabo de un rato, ya no sé precisar cuánto, pero no demasiado, la doctora nos informa de que todo ha ido bien, pero que han visto otra cosa (no pienso revelar mucho más de algo que es confidencial) cuando han abierto y la han tenido que arreglar. Nada que le vaya a dar problemas en su vida futura, nos dice… Vaya, le han hecho un 2×1… no sé si a vosotros también os pasa, pero yo, cuando estoy nervioso, soy capaz de soltar un sinfín de gilipolleces…

Nuevo aviso, Júlia ya ha despertado y está esperando a sus padres en la sala de recuperación. Bueno, el plural es pura cortesía, sólo puede entrar uno de ellos. Esta vez decidimos saltarnos la ley a la torera y mi pareja se lleva el móvil (supongo que la prohibición se debe a los descerebrados que se ponen a hablar con familia y amigos de los pacientes para darles todo lujo de detalles de cómo se encuentran y cómo han ido las operaciones, cuando lo que deberían hacer es eso tan tonto de acompañar; sí, siguen pagando justos por pecadores, o acaso debería escribir imbéciles), y a los pocos minutos me avisa con un whatsapp de que entre a darle el relevo y vea a la niña, que tranquilo, que ella está bien. Adormecida, pero bien. Y con hambre, que lleva muchas horas sin comer y lo que tiene es hambre. Tanto es así que le ha pedido a la enfermera un colacao con galletas. Buena señal, ésa es mi hija.

Por fin, más de cuatro horas después desde la última vez que la vi, vuelvo a estar con mi hija. Y la veo bien. Con cara de cansada, pálida, adormecida aún por los efectos de la anestesia, pero bien. Cuando llevo un rato con ella, empieza a sentir náuseas. Lógico. Se lo digo a la enfermera y le cambian el colacao por un zumo. Júlia sigue comiendo y bebiendo, como un pajarito, pero come y bebe, y vuelve a dormir. Y, de nuevo, despierta, y come y bebe, y vuelve a dormir, y así durante un buen rato.

En uno de los momentos en que está despierta, le pregunto si quiere que entre mamá, si quiere estar con ella, a lo que Júlia responde, con esa lógica sencilla con que los niños ven el mundo, que quiere que estemos los dos. Repítelo otra vez y un poco más alto, a ver si te escuchan y cala en quien tiene que calar, me digo a mí mismo no sin experimentar un puntito de orgullo absurdo, una victoria estéril, un triste premio de consolación.

Relevo. Salgo a que me dé el aire y entra mi pareja. Ya sólo queda que Júlia orine con normalidad para que nos den el alta. La segunda parte del 2×1 tiene que ver con eso, me explica con mensajes mi pareja. Tienen que ver que todo ha quedado bien. Bueno, vale, pues un pipi y a casa, ya casi estamos. Por fin. Y directos al hogar, dulce hogar.

Mientras su mamá la viste, yo voy solicitando los papeles que necesitamos: justificantes, informe y fecha y hora de futuras visitas médicas. Se abre la puerta que da acceso a la sala de recuperación y a los quirófanos. Ya están aquí, madre e hija, y se me encoge el corazón de ver a mi hija andando como anda, con esa palidez. Y antes de llegar a mi altura, ¡pam!, Júlia vomita en mitad del pasillo. Aviso a las enfermeras y de nuevo para dentro. Tiene que mirarla la anestesista para certificar que todo está bien. Y, tras hacer todo el papeleo me digo que a la mierda, que esta vez no me voy a quedar fuera. Y me planto en la sala de recuperación, y si quieren que me echen. Y no lo hacen. Y allí estamos, esperando a que venga la anestesista. Y Júlia que dice que se encuentra bien, pero con cara de muerto en vida, y que tiene hambre. Y Júlia que come galletas. Mejor algo sólido, nos dice la enfermera mientras esperamos que aparezca la anestesista. Y la anestesista que aparece, y que nos dice que descanse un poco más, y que si come es bueno, y que todo es normal. Y Júlia que sigue comiendo galletas. Y, pasado un rato, que ya nos podemos ir.

Y nosotros que nos vamos. Pero como Júlia sigue diciendo que tiene mucha hambre, decidimos comer en uno de los restaurantes cercanos al hospital. Son más de las tres de la tarde, ya es hora de comer. Que pasta hervida o una sopita, que seguro que en alguno nos pueden hacer algo de eso. ¡Bingo!, en uno de ellos ofrecen ambas cosas en el menú y, además, tiene buena pinta. Hace buen día y en el abarrotado restaurante queda una mesita en la terraza. ¡Vamos, vamos, que nos la quitan! Y mientras yo voy dejando las cosas: chaquetas, mochilas y pañuelos, ¡pam!, Júlia pega la gran vomitona. ¡Buen provecho, señores, disfruten de sus comidas!

Decidimos esperar para comer, por mucho que proteste Júlia, no es plan de que coma y vomite, y vomite y coma. Pero antes entro al restaurante a avisar de lo que ha pasado y les digo que me den cubo y fregona y que yo lo limpio. A mí no, díselo a la camarera de fuera. Vale, pero yo ahora no puedo, estamos a tope, me dice la camarera de fuera. Ya, pero está la gente comiendo y mi hija acaba de vomitar a su lado. Cuando pueda, cuando pueda, ya te lo he dicho. No, quien ya te lo ha dicho a ti soy yo, y con las mismas me las piro. Caminito al coche y vuelta a casa. No estamos para perder el tiempo. Si no lo quieren limpiar, allá ellos, nosotros ya hemos hecho lo que teníamos que hacer.

En el coche Júlia vuelve a vomitar, pero esto no es noticia ni poco habitual, es capaz de hacerlo en cualquier trayecto que supere los cinco kilómetros. Estamos acostumbrados y preparados. Casi a las cinco de la tarde, por fin en casa, comemos. Nosotros un kebab (que no sé yo los años que hacía que no me comía uno; pero de los buenos, no os penséis, que nosotros somos sibaritas hasta para la comida rápida) y Júlia pasta de tres colores (de esa que lleva cúrcuma, espirulina y no sé qué otro ingrediente extraterrestre más; está muy buena, mucho más que la tradicional), y cuando acaba “nos obliga” a hacerle espaguetis. Primeras risas. Ya no hay vómitos y hay que recuperar el tiempo perdido…

En la actualidad ya hemos salvado una semana de reposo domiciliario. Acompañada de sus padres, claro, sí, de los dos. Ah, ¿pero habéis estado los dos teletrabajando? Por supuesto, es la única conciliación posible: mientras uno de los dos necesita apretar (porque todo son buenas palabras pero a la hora de la verdad te van a exigir lo mismo) el otro puede estar por la niña, y al contrario. Si sólo hubiese teletrabajado uno, ¿dónde quedaría la conciliación? ¿Nos lo teníamos que jugar a los chinos? ¿A un pulso, como Lincoln Hawk en Yo, el halcón?

Tras el reposo domiciliario, tocan dos semanas de vida casi normal: sin estraescolares, ni psicomotricidad, ni juegos en el patio… Dos semanas que se han visto empañadas por una infección vírica que le ha provocado vómitos y fiebre muy elevada a la niña. Lo ideal para alguien que se está recuperando de una intervención quirúrgica, vamos. Y vuelta al teletrabajo. Y vuelta a pedir algo que debería ser normal como si te estuviesen haciendo el favor de tu vida…

Y que luego nos hablen a nosotros de cuestas de enero…

Anuncio publicitario
Search for a Topic
Categorías
Posted Recently
Submissions

Would you like to contribute as an editor or a writer to our blog? Let us know all the details about yourself and send us a message.

A %d blogueros les gusta esto: