Todo aquél que haya estudiado una filología pasa cíclicamente por periodos existenciales casi depresivos en los que se cuestiona por qué tuvo que decantarse por esa formación en concreto, maldice la miopía de los otros, incapaces de ver las virtudes que atesora la literatura y valorar su importancia, condena la poca estima social, laboral e institucional que reciben los profesionales de su ramo –sobre todo queremos más dinero porque estimula nuestra vocación, cierto, pero también que cada día nos agradezcan nuestra venida al mundo y todos los sacrificios que llevamos a cabo en aras de la humanidad; y una felación o un cunnilingus, eso ya sería la guinda del pastel, no nos merecemos menos–, y se lamenta de que le haya tocado vivir en una latitud y en un momento encuadrados en una república iletrada.
Habría que empezar diciendo que todos etiquetamos, aquí no hay nadie que pueda lanzar la primera piedra; somos así, no hay vuelta de hoja, nuestro cerebro, ya lo hemos visto, se sirve de esta estrategia para acceder al conocimiento. Lo hemos aprendido desde pequeños, porque el etiquetaje forma parte de nuestra educación, desde nuestros compañeros y/o amigos de la infancia hasta nuestras relaciones en el entorno laboral, pasando, por descontado, por nuestros propios padres y nuestro círculo familiar más cercano, siempre está presente; a todos nos han colgado etiquetas y todos las hemos colgado: imbéciles, tontos, guapos, listos, no importa el calificativo. Utilizamos las etiquetas para elegir y descartar amigos, o hipotéticas parejas, para convencernos de que aquello no va con nosotros por X o por B, sin pensar demasiado qué consecuencias pueden tener los estereotipos en las personas encasilladas ni si tales juicios se asientan en una base sólida lo suficientemente real.
Pero si las etiquetas, aunque útiles, pueden ser nocivas en la vida adulta, imaginaos las terribles consecuencias que pueden darse cuando se nos aplican desde la más tierna edad. Repítele mil veces a un niño que es tonto, y en tonto lo convertirás; dile que es el más listo del mundo, y un repelente dictador de la razón será; que es el más guapo, y a la siempre efímera diosa de la belleza devotamente adorará. Sin que nos lo propongamos, y esto es lo terrible, podemos determinar negativamente su futura personalidad. En más ocasiones de las que quisiéramos el factor sociocultural se impone al biológico –nuestras predisposiciones genéticas– y al personal –nuestras elecciones libres y autónomas–, los tres elementos que confluyen y moldean nuestro futuro yo, nuestra identidad.


Tal escena me dejó preso de la ofuscación, y así deambulaba yo, de almena en almena por mi monte Sinaí particular, hasta que la providencia quiso que una nueva familia se cruzase en mi camino. La componían cuatro miembros: los padres, un niño que apenas debería de tener cuatro o cinco años de edad, y otra que aproximadamente contaba los mismos años que aquella a la que momentos antes su mamá le había vendido los trajes principescos. ¡Pero qué maravilla de niña! Disfrazada a la perfección de caballero templario, con la roja cruz paté en su pecho y equipada con sus armas, hacía de cicerone a sus padres y a su hermanito en la visita a “su” castillo. Ora les mostraba las resistentes murallas que frenaban en seco las intenciones de sus peligrosos enemigos, ora el foso o la torre del homenaje, ningún rincón quedó inexplorado –Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo–. Daba gusto, la verdad, seguir a la familia en su visita, y daba gusto, también es cierto, la sonrisa que te dedicaban los padres cuando se daban cuenta de cómo mirabas a su hija. Mira por dónde, el mismo lugar que me había envenenado pronto me proporcionó el antídoto, pequeñito, de apenas unos siete u ocho años de edad. La esperanza disfrazada de templario tuvo a bien acudir en mi ayuda.
Así que supongo que la respuesta a la pregunta con que titulo este post está clara: caballero templario, sin lugar a ningún género de dudas. Mucho me temo que este mundo está mucho más necesitado de las segundas que de las primeras, y no por el mundo en sí, que también, sino por ellas mismas. Eduquemos caballeras que sean independientes, que se sepan valer por sí mismas, que no tengan miedo y, sobre todo, que elijan su propio camino, sea el que sea, aunque “no sea el adecuado para ellas”.
Esta anécdota que a algunos les puede parecer una tontería me ha acompañado durante meses, tal vez por eso hoy escribo sobre ella, para exorcizarla, hasta tal punto que hace unos días se la conté a un compañero –y amigo– de trabajo, uno de esos hombres sabios con los que merece la pena hablar siempre, pues siempre te enseñan algo –y deseo que hayáis llegado ya al orgasmo, porque este buen hombre va a hacer que nuestra libido nos baje a los pies–. Tras escucharme atentamente y emitir un par de interjecciones de disconformidad a medida que avanzaba mi relato, me contó que uno de sus nietos varones, no recuerdo si el más pequeño de ellos, es un enamorado de los tutús, y que siempre que hay una reunión familiar o presiente que se avecina jarana, desaparece en su cuarto, para volver a aparecer inmediatamente vestido con su faldita –os estoy viendo, ¿eh? Y os entiendo perfectamente, yo también pasé por lo mismo y todos hemos visto Billy Elliot; sonreís imaginándoos la estelar puesta en escena del niño, incluso anunciándola con un ¡tachán! que ya lo dice todo por sí solo–. Y eso está muy bien, me decía, es cierto, todos sabemos que es lo correcto, si al niño le gusta ponerse el tutú y bailar, que lo haga. Pero claro, concluyó, llegó el día en que quiso ir al colegio con el tutú, y después de mucho pensarlo, sus padres lo convencieron para dejar esa vestimenta para las fiestas privadas.
¿Y sabéis qué? Creo que yo hubiese hecho lo mismo. Yo puedo saber perfectamente qué está bien y qué está mal, pero el mundo no tiene por qué coincidir conmigo –de hecho, viendo cómo funciona, no coincidimos en absolutamente nada–. Y el mundo, mucho me temo, acabaría riéndose del niño que lleva el tutú al cole, le colgaría unas cuantas etiquetas. Al menos este mundo que conocemos. Supongo que a uno mismo le es muy fácil arriesgarse a la mirada de los demás; a mí, por ejemplo, aunque me ha costado, me va importando un pimiento el juicio de los otros: a quien le guste, fantástico; y a quien no, pues fantástico también, no siento la necesidad de agradarle a todo el mundo ni de encajar en lo que se supone que tengo que ser. Pero creo que no expondría a mi hijo, aunque signifique obrar en contra de lo que entiendo que debería ser. Hasta que el mundo cambie.
No sé, tal vez mi granito de arena para propiciar ese cambio necesario sea éste, cuestionarme ciertas cosas y hacer que otros se las cuestionen. Y tal vez mañana coincidamos en el parque, ya en otro mundo que a día de hoy aún no existe, pero que creo posible, yo con mi hija disfrazada de Batman, y tú con tu hijo y su tutú. Ojalá así sea.
Deja una respuesta