Y es una pena, la verdad,
porque sería algo inefable
cambiar la torpe realidad
y ser o Borges o bailable.
Pues qué penita y qué dolor,
no tendré el Nobel, no, señor.
Corral de cuernos (1985).
No son una ni dos ni tres las veces que alguien me ha preguntado si soy consciente de lo bien que escribo y, acto seguido, que por qué no publico algo. Supongo que con ese algo se refieren a una novela o a un libro de relatos o a un poemario o, tal vez, a un ensayo (no sé si me ven como narrador de corta o larga distancia, como poeta o como ensayista, ni siquiera estoy seguro de que me vean en realidad).
Sobre lo de que escribo bien, siempre respondo lo mismo: soy filólogo (
do you remember it?), no faltaba más sino que alguien de mi perfil no escribiese bien, y por bien me refiero a correctamente: sin errores que me sonrojen, o, en caso de cometerlos, que no sean demasiado vergonzosos, y respetando la tríada elemental formada por la cohesión, la adecuación y la coherencia; aunque sé que de todo hay en la viña del Señor y yo mismo en alguna ocasión he pensado de algún colega: “¡qué lástima de dinero invertido en matrículas universitarias!”. Pero lo habitual es que quien ha cursado con éxito una filología escriba bien, lo raro suele ser lo contrario. Además, estoy de acuerdo con Bolaño [“Discurso de Caracas”, en
Entre Paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003), Anagrama, Barcelona, 2004], lo de escribir bien está al alcance de cualquiera y, por tanto, le concedo muy poquito mérito:
Muchas pueden ser las patrias [de un escritor], se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso.
Sólo hay que echarle un vistazo a lo que se publica hoy para cerciorarse no ya de que no se alcanza el criterio de calidad que apuntaba Bolaño, sino que en muchas ocasiones lo que se publica ni siquiera está bien escrito, patología que se ha visto agravada, mucho me temo, por el fenómeno de la autoedición y las redes sociales, terrenos fértiles para la alimentación de vanidades: no nos engañemos, la escritura tiene mucho de onanismo, y poder decir eso de “soy escritor” y “mira, allí, en aquel estante, tengo dos libros publicados (por mí y por mi bolsillo)” es orgásmico para cierto tipo de personas. Pero no pretendo criticar la autoedición, por mucho que me sangren los ojos con los fragmentos con que algunos de estos escritores mendigan compradores para sus libros en las redes, entiendo que el hecho de que te publiquen en un gran grupo editorial puede ser harto complicado y desesperante (imposible si no reúnes un mínimo de calidad), además de que todos somos libres de gastar nuestro dinero como nos plazca, y si ésa es la ilusión de nuestra vida y es lo único que nos importa, pues bienvenida sea la autoedición y la dejo que descanse en paz, que bien merecido lo tiene.
Sin embargo, a quienes sí que voy a criticar es a aquellas personas cuyas publicaciones en una editorial son sospechosas, a las que sacan pecho (aquí es donde las redes sociales adquieren protagonismo, o nos lo dan, mejor dicho: ¡cuánto daño nos están haciendo!) por dárselas de algo que en realidad no son y es bastante posible que nunca lo lleguen a ser (vamos, que no los critico por publicar, no, sus delitos son su inexistente honestidad intelectual, el autoengaño y, lo que resulta más flagrante, el intento de engañar al resto del mundo). Quiero decir que si nuestro libro (pertenezca al género al que pertenezca y verse sobre lo que verse) ha sido publicado por una editorial que pertenece a un amigo, o a un familiar, o a un conocido, o a un examante o un amante actual, o al vecino del quinto piso, y nos deben un favor, pues no es lo mismo que si enviamos nuestro manuscrito y un consejo editorial decide publicarlo. Digamos que jugamos con ventaja, que la competencia es desleal y que es muy posible que el criterio de la calidad no haya sido el imperante a la hora de dar luz verde a la publicación. Y aunque es lícito hacerlo, y es muy aconsejable tener amigos en este mundo, deberíamos reconocer que nos han publicado por lo que nos han publicado (porque ha sido esa editorial, la de nuestro amigo, y no otra, la que lo ha hecho), pero no, está visto que la autocrítica y la sinceridad para con uno mismo y para con los demás no es lo nuestro.
 |
Fotograma de Hamlet, dirigida y protagonizada por Laurence Olivier (1948). Fuente: elconfidencial.com |
Otro detalle importante es, además del sello editorial que nos publica, en qué colección de su catálogo (en caso de que disponga de más de una) lo hace. Pongamos por caso que vamos a publicar un libro sobre filosofía en la editorial de ese amigo con quien nos portamos tan bien en el pasado que nos debe una: no es lo mismo que nuestro libro vea la luz entre los ejemplares que conforman la colección “Grandes pensadores contemporáneos” a que lo haga en “Con cada consumición, un montadito filosófico y un mondadientes gratis”. No, queridos, no, si esto sucede, no podemos vendernos como la reencarnación de Aristóteles (aunque creamos que lo somos). Ese amigo, más que un favor, nos habrá hecho una putada, porque por mucho que el tuerto sea el rey en el país de los ciegos, existen más países y más tuertos, incluso gente que ve con los dos ojos, y es más que posible que nos convirtamos en el hazmerreír de todos ellos; eso sí, mamá y papá, y aquellas personas que tal vez piensen que pueden necesitar en un futuro del mismo empujoncito del que hemos gozado nosotros para publicar nos comprarán un ejemplar y hasta nos dirán que les ha encantado y que qué sabios somos (aunque en otros foros hayan manifestado que no creen en nuestra filosofía, o que es superficial, o que está a la altura de, como máximo, un trabajo aceptable de primero de carrera; ¡la hipocresía se nos da tan bien!), entre aplausos y vítores el día de la presentación (y más si pagamos de nuestros bolsillos unos canapés o el favor que nos debían era tan grande como para merecer alguna botellita de cava a cargo de la editorial), por descontado. Que aun así todo esto nos da igual y nos seguimos creyendo la polla del universo, pues venga, a hacer oídos sordos a lo que nos digan y a fardar en las redes. ¡Qué cojones, que somos escritores y nos han publicado un libro, que se vaya enterando todo el mundo!
Entonces, ¿qué sucede conmigo, por qué no me lanzo a publicar algo? Como ya he venido desgranando, descarto por completo la autoedición en todas sus modalidades (para mí sería el equivalente a hacerme trampas jugando al solitario) y cualquier tipo de publicación que no se base en exclusiva en la calidad de lo que escribo. Es posible que si no fuese filólogo, mis lecturas (modelos de los que uno aprende y con los que se compara sin remedio) hubiesen sido otras, igual que lo que pienso sobre este asunto hubiese sido diferente, hasta cabe la posibilidad de que a estas alturas ya hubiese autoeditado algo o hubiese intentado aprovecharme de mis contactos. Pero no puedo renunciar a lo que soy, y mi autoexigencia es la que es. Joaquín Sabina, un buen lector, en una entrevista (creo que lo leí en algún medio impreso, aunque no estoy seguro) en la que le preguntaron por qué se había decantado por la música, varió con inteligencia la letra de la canción que cantaba Krahe y respondió: “Como no puedo ser Borges, no me ha quedado más remedio que ser bailable”. Yo, como no puedo ser Borges, tengo que conformarme con escribir un blog, publicar de vez en cuando algún articulito o alguna reseña en alguna revista literaria (ojo, que sé que hay gente que se cortaría un dedo con tal de ver algo suyo publicado en una revista y lo llevan intentando sin éxito mucho tiempo; a mí, y soy sincero, no me ha costado demasiado, de hecho me han publicado el 75% del material que he pretendido publicar; aunque quizá sea el 100%, que desde que uno envía su material hasta que es publicado pueden pasar X meses) y guardar en un cajón ideas, esquemas, fragmentos, capítulos inacabados, poemas, etc., a la espera de tener tiempo para dotarlos de una calidad acorde con mi exigencia. Y es que el tiempo es fundamental en esto de la escritura: uno no puede ser escritor (de calidad) escribiendo a tiempo parcial (un ratito los fines de semana, o durante las vacaciones de verano); es preciso dedicarse a diario a tal empresa, y unas cuantas horas. Por esta razón, porque no vivo de rentas y tengo que trabajar mucho para comprar algo de tiempo (pasan doce horas desde que me activo para ir al trabajo hasta que por fin vuelvo a poner un pie en casa cada día), porque tengo una familia y porque en realidad me gusta más leer que escribir, me es imposible dedicarme a la escritura como actividad profesional y de calidad, al menos, de momento. Claro, habrá quien me diga que podría sacrificar algo de eso y dedicarle ese tiempo a escribir y, así, cumplir «mi sueño», y mi respuesta es sencilla: no sueño con publicar, y no creo que nada de lo que escriba y publique pueda sustituir económicamente a mi trabajo, ni que me dé lo que me da pasar tiempo con mi familia, ni que me sea tan placentero como leer a alguien que escribe mucho mejor que yo; y publicar por publicar, como parece que se publica hoy, lo lamento, no lo contemplo, ni lo ambiciono ni lo requiere mi vanidad.
Qué penita y qué dolor, no tendré el Nobel, no, señor.
Deja una respuesta