El diablo quiere compañía y es un corruptor de voluntades que planea la caída de los otros.
Claudia CARD
Si mi vida como estudiante hubiese transcurrido con normalidad, la muerte de Roberto Bolaño me habría cogido fuera de la universidad, o cerca de licenciarme, y por lo tanto, ya habría leído alguna de sus novelas, como mínimo una de ellas. Pero, si no me equivoco (¿podéis creer que no recuerdo cuándo empecé la carrera ni cuándo me licencié?; diagnóstico: envejecimiento), aquel 15 de julio de 2003 aún esperaba las notas de las Pruebas de Acceso a la Universidad, o hacía poco que me consideraban apto para cursar la titulación que me viniera en gana o, como mucho, aunque me inclino más por las dos primeras opciones, disfrutaba de mis primeras vacaciones como universitario.
Sea como fuere, para mí la muerte de Bolaño no supuso nada extraordinario. El suyo era un nombre que conocía y que tenía clasificado como “novelista y poeta” en mi lista de futuras lecturas (aunque estoy seguro de que él hubiese preferido invertir el orden de la cópula anterior, como supongo que les ocurre a todos los novelistas superlativos), pero poca cosa más. Nada sabía, salvo de oídas, de su biografía, ni de sus novelas y relatos, ni mucho menos de sus poemas, desconocidos para el gran público. Eso sí, me había topado con él como personaje en la novela Soldados de Salamina, de Javier Cercas (Tusquets Editores, 2001), lectura obligatoria de la asignatura de Literatura española en Bachillerato.
Así las cosas, no fue hasta el segundo o tercer año de licenciatura cuando leí por primera vez a Bolaño, en el contexto de una asignatura llamada Narrativa Hispanoamericana II o algo así, y la primera toma de contacto fue, ni más ni menos, Estrella distante, “una aproximación, muy modesta, al mal absoluto”, que a mí personalmente me fascinó tanto como me repugnó, que al fin y al cabo es lo que habitualmente nos sucede con el mal cuando se presenta en estado puro, si es que es lícito aplicarle tal adjetivo al mal. Sin embargo, pronto descubrí que había algo que me chirriaba de todo lo relacionado con la figura de Bolaño, hasta el punto de hacerme enfadar: la fijación de quienes escribían o hablaban sobre su vida (editores, críticos, articulistas, profesores) por destacar la multitud de trabajos que había desempeñado el chileno hasta que por fin llegó el reconocimiento (más de crítica e iguales que de lectores), y con el reconocimiento, el dinero, y se pudo dedicar full time a la literatura (cosa que no es cierta, desde que Bolaño decidió ser escritor, se pasaba el tiempo escribiendo, hiciese lo que hiciese para ganarse la vida; de hecho, como él mismo decía, todo aquello le había servido, y le servía, para ganar algo de dinero con el que comprar tiempo para poder escribir).
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Fotografía de Manolo S. Urbano. El País. |
Entendedme, por aquel entonces yo era joven (aunque no tanto), e inmaduro (mucho más que joven), y aquel énfasis que se ponía en las penurias económicas y en lo variopinto de su currículum (que si fue vendedor de billetes de autobús, de lámparas, de bisutería, lavaplatos, botones, camarero, vigilante nocturno en un camping, mozo de carga y descarga de barcos, vendimiador…), así como en lo alejadas de las letras que transcurrieron su niñez y su primera juventud (que si su padre fue camionero y boxeador, y su madre, una profesora de matemáticas que leía best sellers como si no hubiese un mañana; que si era nieto de un militar, y bla, bla, bla), me olía, y perdonadme la expresión, a mierda clasista. Me parecía que todos y cada uno de aquellos comentaristas autorizados, y acomodados, señalaban con dedo acusador a ese nuevo Sorel llegado allende los mares porque intentaba incurrir en un mundo que no era el suyo, por nacimiento y clase social, y había que bordarle una letra escarlata en el pecho porque, además, tenía la desfachatez de irrumpir bajo la bandera del talento y la inteligencia… Hasta tal punto me preocupaba este asunto, ahora veréis la poca humildad de mi yo estudiante (como la de todos los estudiantes, que pensamos que el mundo está ahí, entre tinieblas, a la espera de que lleguemos nosotros a dejar la impronta de nuestra grandeza), que me preguntaba si a mí me pasaría lo mismo en caso de que algún día publicara algo: ¿dirán (así, en futuro simple de indicativo, porque tenía que pasar) que he trabajado como operario en una fábrica, como mozo de almacén, en una cadena de montaje, pesando y empaquetando tornillos de acero inoxidable, limpiando unas cubas que de lunes a viernes contenían todo tipo de ácidos nocivos (cosa que me negué a hacer, pero a mi leyenda se le sumaría también este trabajo), reponiendo artículos en un supermercado, en la construcción, moviendo con una grúa tubos que pesaban cientos de kilos…? ¿Dirán que soy nieto de mineros? ¿Y que mi padre fue albañil durante muchos años? ¿O que es un lector voraz de novelas ambientadas en el salvaje Oeste? ¿O que mi madre es una fanática de las sopas de letras? ¿Se preguntarán, en definitiva, qué hago yo aquí? ¿Qué derecho tengo? ¿Quién me permitió estudiar?
Supongo que no hace falta decir que estaba puerilmente equivocado. Bolaño no hubiese sido Bolaño, precisamente, sin todo ese bagaje que se encargaban de señalar quienes habían llegado a él mucho antes que yo. En aquella versión de mí mismo, como ya he dicho, confluían dos patologías: juventud e ignorancia, de las que por fortuna he ido sanando con el paso del tiempo y la profundización en el universo literario bolañesco. Y es que con Bolaño, tenía que ser él, a medida que mi capacidad adquisitiva mejoraba (el pasito cualitativo y cuantitativo que separa ser muy pobre de ser pobre a secas), inicié una práctica recurrente en mis primeros años posuniversitarios: comprar, casi siempre en orden cronológico, todo lo que había publicado en vida el escritor o la escritora “a estudiar”, en aquella primera ocasión, Bolaño. Por descontado, el espacio disponible en casa y esa sensación de que el tiempo es precioso y cruelmente finito, que se acrecienta a medida que acumulamos primaveras, me ha hecho cambiar de modus operandi: ahora, cuando me interesa un escritor, ya no lo compro ni lo leo todo, sino que bebo de fuentes fiables y compro sólo aquello que realmente “tengo que leer” (con los riesgos que comporta todo canon, es evidente). Bastante me pesa ya tener que morir sin haberlo leído todo como para seguir entreteniéndome con obras de juventud, o menores, o intrascendentes (total, para dármelas de gran lector en una red social cualquiera ya me basta y me sobra con lo hecho hasta ahora)… Lo de leer en orden cronológico puede ser útil en un momento determinado para aprender el oficio: no hay nada mejor para eso que mucha gente desea, esto es, saber cómo se aprende a escribir, que ver la evolución, o involución, de esos escritores a los que admiras. Entonces, ¿ser un lector de Literatura (con L mayúscula) y estar formado en el florido campo de las letras te garantiza convertirte en un gran escritor? No, en absoluto. Luego, mucho me temo, hay que sumarle talento, y disciplina, mucha disciplina, y trabajo, y comprensión lectora y capacidad de crítica y de autocrítica, y humildad, y constancia, y reflexión, y correcciones, muchas correcciones, y superación de la frustración y del fracaso, y valentía, y sacrificio, y… Pero sin ser un gran lector, esto es seguro, ya te puedes arrojar al río de la escritura con el flotador de tus conocimientos teóricos y tus virtudes concedidas por los dioses, a ver, valiente, si eres capaz de llegar a la otra orilla. Yo no apostaría por ello… y lo sé, no porque sea un gran escritor, sino porque me he ahogado muchas veces.
Pero dejo ya la digresión y vuelvo a Bolaño, que me he ido por las ramas (por las malas hierbas, mejor dicho): el poso que había dejado en mí Estrella distante me llevó a adquirir Los detectives salvajes (devorado de camino al instituto donde trabajaba en Sabadell y de vuelta a casa, y en la sala de profesores, y en las dos horas que tenía de descanso hasta que empezaban mis clases por la tarde), y luego llegaron el resto de sus novelas y relatos. Por aquel entonces, toda visita a una librería, ya fuera física o virtual, acababa con la compra de 4, 5 o 6 libros por mi parte, preferentemente novelas o cuentos. Así que, como ya podéis imaginar, no tardé demasiado en tener toda su obra en prosa en mi biblioteca personal (con la poesía también pretendía hacerlo, pero Bolaño es un gran novelista…). Claro, con esto no quiero decir que haya que leer todo lo que ha escrito Bolaño, pero sí que hay que leer a Bolaño, y esto significa que si eres lector y puedes leer en español, en tu lista de lecturas no pueden faltar, para mí en el orden que sigue, Estrella distante (1996), 2666 (2004) y Los detectives salvajes (1998). Yo añadiría también Nocturno de Chile (2000) y La literatura nazi en América (1996), pero con los tres primeros títulos ya es más que suficiente para darse cuenta de la importancia capital de la narrativa bolañesca, además de que estoy seguro de que quien los lea acabará por leer también los otros dos (si no más, como me ocurrió a mí en su momento).
De hecho, y no exagero, si un nuevo descuido romano dejase mi casa a merced de las llamas, uno de las libros que rescataría del fuego sería Estrella distante. Con esta novelita se inició mi relación con Bolaño, y esta novelita es la única hasta la fecha que he releído de todas las del chileno (y no descarto volver a ella en alguna ocasión si el futuro me lo permite). En esta novela, que marca un punto y aparte con todo lo que había publicado hasta la fecha (no he visto evolución en ningún novelista que tenga parangón con la que experimenta la obra de Bolaño desde sus primeras novelas a la irrupción de Estrella distante), ya se detectan los elementos esenciales, para mí, de la narrativa bolañesca, que resumo a continuación:
1. El diálogo constante que establece con la tradición literaria y cultural, chilena en particular y occidental en general, y con su propia obra.
2. La valentía a la hora de adentrarse en lado oscuro del ser humano y la lucha por mostrar el horror absoluto a través del lenguaje literario. El fracaso de la moral, el triunfo del superhombre nietzscheano y de su voluntad.
3. La lucha por la recuperación de la memoria, por evitar que el ser humano siga anestesiado frente a las atrocidades que el propio ser humano comete.
4. El descubrimiento de que la literatura, el medio más adecuado para mostrar el horror, acaba resultando también insuficiente: hay horrores, como los cometidos por los cómplices de Pinochet o por los nazis o por los asesinos de mujeres en la frontera entre México y Estados Unidos, que sobrepasan la medida humana y literaria. Es entonces cuando sobreviene el silencio como único transmisor posible de algo de significado y el lenguaje humano revela su condición de significante vacío de contenido.
5. El hallazgo que supone su ataque certero a la dicotomía que tradicionalmente opone civilización a barbarie. La denuncia de la alianza de la cultura con el poder y, por extensión, con el mal absoluto, el que arruina vidas, o partes significativas de vidas, del que sus víctimas nunca se recuperan (traduzco y parafraseo a Card).
6. La búsqueda, la investigación detectivesca, como motivo literario y existencial (es buscado Wieder, y lo serán más tarde Cesárea Tinajero y Benno von Archimboldi).
7. Lo injusto de la justicia. La inutilidad de la venganza.
8. El triunfo de lo dionisíaco, y la cópula de la literatura y el sexo como intento, infructuoso, de subsanar la derrota que suponen la enfermedad y la muerte.
9. La impostura del doble, la multiplicidad de identidades, la complementariedad de personajes a través del espejo en que se convierten las tramas secundarias.
10. …
Iniciaba este post escribiendo que la muerte de Roberto Bolaño Ávalos no supuso nada extraordinario para mí. Y no mentía. Como no miento ahora si digo que desde hace unos años sí que se ha convertido en una gran pérdida, tantos como hace que me dejé atrapar, pese a mis reticencias iniciales, por el universo Bolaño. Si me hubiese conformado con leerlo, le profesaría la misma admiración como escritor que ya le profeso, sin duda, pero no lo consideraría, como lo considero, un amigo. Sí, ya sé que parece una locura considerar un amigo a alguien de quien no supe algo más que su nombre y su profesión cuando llevaba ya unos años muerto y con el que nunca he intercambiado palabra alguna. Pero ¿no hay gente que ha hablado una sola vez conmigo y ya cree conocerme? ¿O con la que coincido una vez por semana en el parque con los niños y ya me está proponiendo salidas en grupo para el fin de semana siguiente? Pues yo, con Bolaño, con sus novelas y relatos, y con su biografía, he intercambiado muchas más palabras y he pasado mucho más tiempo y mucho más fructífero que con el matrimonio del parque que tiene un hijo de la misma edad que mi pequeña o con el vecino del sexto las veces que coincido con él en el ascensor. Así que, en efecto, en ocasiones converso con muertos y entablo amistad con ellos.
Con Bolaño es natural iniciar una relación amistosa una vez que empiezas a leerlo. De hecho, creo que es necesario que así sea. Él, al menos, no se guarda nada, todos los episodios significativos de su vida están allí, en su ficción: su juventud mexicana; el nacimiento y la muerte del infrarrealismo; su vuelta a Chile; su paso por una cárcel fascista y su liberación; su vida en Catalunya, con sus luces y sus sombras; sus lecturas, entre las que destaca siempre la poesía; los concursos literarios; la ausencia de identidad patria; el sentimiento latinoamericano; sus oficios; sus amigos y él mismo, siempre él mismo… con la excepción de la enfermedad que le provocó la muerte once años después de que le fuera diagnosticada. Sólo una vez escribió sobre ella y quienes lo conocieron en vida siempre manifestaron que nunca la mencionaba. Bolaño estuvo siempre demasiado ocupado con la literatura como para prestarle atención a semejante nimiedad (opinaba, y estoy completamente de acuerdo con él, que quienes se pasan la vida con sus desgracias y sus dolencias en la boca acaban haciendo pornografía). Que no le extrañe a nadie, porque la literatura fue su vida y también su muerte (es de sobras conocido que, desde 1992, se saltó numerosas revisiones médicas simplemente porque estaba escribiendo). En él se cumple, sin que sirva de precedente, esa idea un poco tonta y romántica que siempre tiene el vulgo sobre el escritor: ese ser bohemio que duerme y respira y come y caga y folla literatura. Por decirlo a la manera de Bracque: “Con la edad, el arte y la vida se funden en una sola cosa”. Y en Bolaño siempre fue así.
No puedo negar que Bolaño es un personaje por el que, más allá de mi admiración como escritor, ya va quedando claro, siento una profunda simpatía, hasta tal punto que, en ocasiones, llego a identificarme con él (es posible que sólo esté proyectándome, lo sé, yo también soy psicólogo de bar). Y esta identificación se basa en una serie de coincidencias para mí extraordinarias, de ésas que te hacen creer que en el universo hay cierto orden entre tanto caos y que el hado tiene su papel en nuestro paso por la vida. Vaya, que parece que tenía que encontrarme con él de modo irremediable. Desde luego, coincido con el canon literario que a lo largo de su narrativa, pero también en sus entrevistas, artículos y conferencias, va creando (de hecho, me alineo más con los expulsados que con los añadidos, porque a veces disiento de la inclusión de estos últimos o porque simplemente no los he leído); aplaudo su concepción de la literatura como un hecho valiente y arriesgado, y no apto para cobardes (que suelen coincidir con los expulsados de los que hablaba antes, es evidente); como él, no gasto flores en quien no las merece (en una ocasión lo hice y aún tengo la sensación de haber ayudado a crear un monstruo: tremendo será su batacazo si el despertador de la vida no cumple pronto su función), razón por la cual tengo tantos amigos como enemigos, todos gratuitos; no experimento ningún sentimiento patrio, y rechazo cualquier tipo de nacionalismo (me gustaría decir que me siento europeo como Bolaño se sentía latinoamericano, pero esta Europa de ricos y pobres y de refugiados enjaulados me da bastante asco), así que busco asilo en mi hogar y en la literatura de calidad, que también son mis únicas patrias; como Bolaño, juego al fútbol con la pierna izquierda mientras que para el resto de cosas suelo ser diestro (él decía que su caso se debía a una dislexia jamás diagnosticada, yo digo que el mío se debe a un modelo equivocado de aprendizaje a través de la imitación: debería haber sido zurdo en todos los sentidos); me interesa la política, y me considero de izquierdas, pero rechazo de plano la unanimidad; me gusta llevarle la contraria a la gente, pero siempre lo negaré ante quien así me defina; como a Bolaño, y para desgracia mía, diría que esta es la única cosa en la que estoy a su altura y con toda probabilidad lo supero, la salvaje Ciudad de México me robó la vida de un amigo… Por último, y con esto me voy despidiendo, diré que como padre y enfermo que soy, puedo imaginar sus últimos días entre los vivos, con la espada de Damocles de la enfermedad sobre su cabeza mientras intentaba concluir 2666, novela con la que pretendía, y al final consiguió, salvaguardar el futuro de sus hijos, Lautaro y Alexandra, a quienes estoy seguro de que les dedicó el tiempo que no le concedía a la escritura. Olvidándose, una vez más, de su condición mortal.
“Pero todo llega. Los hijos llegan. Los libros llegan. La enfermedad llega. El fin del viaje llega”.
*Artículo publicado por la revista Letralia. Tierra de Letras el 1 de agosto de 2019.
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