Verano de 1992. Mientras yo disfrutaba de una nueva exhibición de Induráin en el Tour de Francia, pasaba un caluroso día en la Exposición Universal de Sevilla o vivía los Juegos Olímpicos de Barcelona, el joven Chris J. McCandless moría en los bosques de Alaska a la temprana edad de veinticuatro años.
¿Quién es Chris J. McCandless? Pues es probable que muchos ya lo conozcáis: quizá hayáis leído Into the Wild (Hacia rutas salvajes[1]), el libro donde Jon Krakauer se hace eco de su historia, o seguramente hayáis visto la película del mismo título, escrita y dirigida por Sean Penn en 2007, que tan buena recepción tuvo en su momento. Yo, sinceramente, no he tenido noticia de McCandless hasta este año, cuando los autores del libro de filosofía para cuarto de ESO que he tenido la suerte de editar proponían un fragmento del libro de Krakauer como prólogo del tema dedicado a la libertad personal y social, y sus límites. Y a partir de ahí he ido tirando del hilo (me leí el libro y este último fin de semana de tres días que he disfrutado he podido ver la película, además de bucear por Internet y empaparme de todo lo escrito referente al joven aventurero que falleció en Alaska hace ya veinticinco años[2]) de una historia que, creo yo, a nadie deja indiferente.
Grosso modo, McCandless era el primogénito de una familia adinerada del este de los Estados Unidos, un brillante estudiante, un atleta más que aceptable y no demasiado popular por una inclinación innata a la soledad, que, una vez licenciado, decide donar sus ahorros (¡24000 dólares de 1990!) a OXFAM y abandonar a su familia sin dejar rastro y dejando de lado su “brillante porvenir”. Para ello, se deshace de cualquier documento que lo pueda identificar, se inventa una nueva identidad, Alex Supertramp, y a bordo de su viejo Datsun (que pronto tuvo que abandonar), equipado con lo mínimo para procurarse la supervivencia y con la única compañía de sus libros, una cámara de fotos y una videocámara, desaparece sin previo aviso.
Su viaje, que Krakauer ha podido reconstruir gracias a las fotografías, a los vídeos y al diario que iba escribiendo Chris/Alex (y a los testimonios de las personas con las que se fue cruzando, en las que siempre dejó una impronta profunda) lo lleva a atravesar de este a oeste Estados Unidos, hasta que finalmente acaba sus días en el salvaje norte, su “aventura final”.
Las razones que lo llevan a emprender su viaje sin retorno, y que lo han convertido en uno de esos mitos adolescentes modernos, tal es el aura romántica que desprende, es la necesidad de huir de las leyes y las normas sociales, de la falta de autenticidad, del dinero y de las posesiones materiales, de la hipocresía que tuvo que vivir en su propio hogar, y, sobre todo, la pretensión de ser libre en el único lugar donde él pensaba que podía serlo, en medio de la naturaleza salvaje[3]. ¿Quién no se apunta a la filosofía de McCandless? ¿A quién no le asquea en muchas ocasiones el falso mundo en el que vivimos? ¿Quién no siente o ha sentido alguna vez ese impulso de abandonarlo todo en pos de una vida más auténtica? Pero nos falta valor, algo de lo que el joven Chris/Alex andaba sobrado.
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Última fotografía que se tomó Chris McCandless, cuando el desenlace ya era un hecho. http://www.christophermccandless.info |
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El autobús mágico abandonado donde fue encontrado el cuerpo sin vida de Chris McCandless.http://www.christophermccandless.info |
Ya justo antes de iniciar su incursión en Alaska, el afable anciano Ron Franz, una de las últimas personas que convivió con McCandless y que lo quiso adoptar como su nieto, y a quien Chris le cambió la vida por completo, recuerda que, en referencia a las tormentosas relaciones familiares que suponía que lo habían hecho partir, le dijo al joven, citando las Escrituras, que “cuando perdonamos, amamos”. Y quizá ese poso que dejó Franz fue el que más tarde, cuando terminó la lectura de Felicidad familiar[5], de Tolstoi, en el autobús mágico, le hiciera intentar volver a la civilización. Pero el buen tiempo necesario como aliado para garantizarle el alimento durante su estancia en Alaska se convirtió en su peor y más letal enemigo: el deshielo hacía imposible que McCandless pudiera atravesar el Teklanika, así que tuvo que volver al autobús donde moriría en apenas un mes.
Curiosamente, el último libro que su salud le permitió leer fue Doctor Zhivago, de Pasternak, donde escribió en el margen: “La felicidad sólo es real cuando es compartida” (la conocida cita de Pasternak, en concreto, es: “La felicidad no compartida no es felicidad”). Y ése fue el último descubrimiento de McCandless, con él su viaje llegó a su fin. Y podría muy bien ser el primer descubrimiento con el que iniciar nosotros nuestra propia andadura. Quizá así y sólo así la muerte de Christopher J. McCandless no fue en vano. Vale.
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