Después de hacer un riguroso estudio de las opiniones que se vierten en las distintas redes sociales, creo haber identificado los grandes peligros que se ciernen sobre la humanidad: las grasas animales, los embutidos, el azúcar en particular[1] y los hidratos de carbono en general, los árbitros de fútbol[2] y los libros de texto.
Sí, somos corderitos predispuestos a creer: demasiado confiados o tontos de remate, no sabría por qué opción decantarme, y si en lugar de una vez y de una persona, la información, por disparatada que sea, procede de varias fuentes y nos la repiten una y otra vez, acabarán por convencernos, ni que sea tan sólo por la sencilla razón de encajar, de formar parte del rebaño. Es más, hasta es posible que a partir de entonces seamos nosotros mismos quienes nos dediquemos a intentar convencer a otros incrédulos empleando las mismas razones con que nos convencieron antes a nosotros[5]. ¿No es maravilloso el ser humano?
Y es que somos así, forma parte de la naturaleza de algunos de nosotros buscar la aceptación mediante la conformidad (entendida ésta como la adopción de actitudes, creencias o comportamientos por la influencia del resto de miembros de la sociedad) con nuestros iguales, de ahí las modas y tendencias, entre otras cosas, tal y como demostraron el psicólogo Solomon Asch y su grupo de trabajo en 1951[6]…
¿Y qué tiene que ver todo esto con los libros de texto, último de los grandes peligros que enumeraba al inicio de este post y asunto al que pretendía llegar desde el principio? Pues mucho, me temo.
Desde hace casi seis años me dedico a la edición de este tipo de libros, y antes me había dedicado a la docencia (trabajo en el que pasé por todas sus etapas, excepto por la infantil y la universitaria: primaria, secundaria y bachillerato), y, desde entonces, he tenido muchas conversaciones con docentes sobre el libro de texto y he leído muchas cosas que algunos de ellos han escrito sobre él (soy así de rarito, no doy por sentado que aquello que hago es lo mejor del mundo, así que siempre analizo mi trabajo con mirada crítica; además de que, como he transitado por ambas riberas, quizá tengo una visión un pelín más amplia que la de aquellas personas que sólo conocen uno de los dos mundos). En fin, que como sucede con el resto de cosas de esta vida, enseguida te das cuenta de si la persona que tienes delante o quien escribe según qué cosa ha pensado realmente en lo que dice o escribe o, por el contrario, se dedica a repetir ciertas ideas que circulan por ahí y que las hacen parecer modernas, progres o mejores que el resto de compañeros de profesión.
Lo cierto es que desde un tiempo a esta parte, son muchos los profesores que, insatisfechos con los libros de texto, buscan alternativas, bien sea creando sus propios materiales, bien sea adoptando ciertas estrategias pedagógicas que se vienen presentando como novedosas (pero que en realidad no lo son). Y esto es perfectamente legítimo y puede ser una buena solución, el libro de texto tiene muchas cosas malas, como también las tiene buenas, y hay tantos libros de texto malos como buenos, por descontado; así que si uno mismo puede enmendar sus fallos, adelante. Sin embargo, esto nos sitúa ante un primer riesgo: las personas no somos todas iguales, y el hábito no hace al monje, y de igual modo que no todos los médicos son el doctor House ni todos los futbolistas son Messi o Cristiano Ronaldo, tampoco todos los profesores son John Keating, el de El club de los poetas muertos; así que miedo me dan los materiales y los métodos que según quién siga para formar a nuestros hijos… El libro de texto, por contra, pese a todos sus defectos, viene respaldado por un buen número de profesionales que intervienen en su proceso de creación (docentes, editores especializados en la materia, pedagogos, etc.) y que proporcionan ciertas garantías que es posible que con el profesor aventurero no tengamos.
Con esto no pretendo realizar una defensa a ultranza del libro de texto. De hecho, no defiendo a ultranza absolutamente nada, ni siquiera a los profesores, dicho sea de paso, pero tampoco pienso darles la razón a aquellos que han encontrado en el libro de texto el chivo expiatorio con el que justificar el estado actual de la educación o, cuanto menos, lo convierten en sinónimo de la “mala educación”, poco efectiva y obsoleta. Para empezar, porque el libro de texto es como es por varios factores que quienes se dedican a criminalizarlo creo que no tienen en cuenta (por conformidad, por ignorancia, por incompetencia o porque los árboles no les dejan ver el bosque, vaya usted a saber): por un lado, por razones políticas, pues son los políticos y las consejerías y los departamentos de educación quienes establecen unos currículums educativos inabarcables que el libro de texto debe contener sí o sí, no hay vuelta de hoja (se toman tan en serio esto de la educación que se rumorea que la elaboración de los de la LOMCE supuso dos fines de semana de “arduo trabajo”: ¿en la sobremesa de copiosos manjares, acompañada de copita y puro?, pregunto yo…).
Por otro lado, quienes se dedican a la producción de libros de texto pretenden ganar dinero con ellos, en efecto (como quien se dedica a dar clases pretende estar bien pagado, y cuanto más, mejor), así que en realidad el libro de texto debe su naturaleza esencialmente a lo que requieren de él sus clientes (sí, como cualquier otra mercancía, pretende satisfacer una demanda existente). En caso contrario, estos no lo compran, es evidente, ¿no? Pero, y he aquí el quid de la cuestión, ¿quiénes son los clientes en realidad? ¿Las familias? Pues no (¡mucha atención, voy a derrumbar tu mundo ideal, tu corporativismo infantil va a ser arrojado al retrete por la cruda realidad!), las familias no son más que simples pagadores, unos mandados a los que se les dice qué libros deben comprar. ¿Y quién se lo dice? ¡Señoras y señores, han cantado bingo: los docentes!
[Si eres uno de esos docentes que demonizan el libro de texto, tranquila o tranquilo, te doy un par de segundos para que te recuperes.]
La verdad es que el libro de texto es como es, precisamente, debido a los compañeros de profesión de quienes se dedican a denostarlo. Si la demanda fuera otra, si el profesorado fuese otro, el libro de texto sería otro. No hay más, el resto son ensoñaciones que no se corresponden para nada con la realidad (vamos, que de nuevo el refranero tiene toda la razón: sería conveniente no ver tanto la paja en el ojo ajeno como la viga en el propio). Las editoriales siguen en pie y los libros de texto convencionales se siguen vendiendo porque el profesorado, en su inmensa mayoría, no ha cambiado. Y aunque es cierto que se atisban cambios (por ejemplo, en Cataluña se ha puesto en marcha la Escola Nova 21; y en otras latitudes se llevan a cabo otros proyectos de renovación similares), aún no son suficientes para revertir la situación. Y cuando esto suceda, el libro mutará a la par que el profesorado, que no os quepa duda; no en vano somos muchos los que nos jugamos nuestro sueldo y nuestro futuro en ello.
Hasta entonces, por mucho que los que trabajamos en el sector estemos de acuerdo en que la nueva realidad que vivimos requiere de una “nueva” educación, en la que aprovechemos lo bueno que tenemos hasta ahora (los incendiarios, en estas cosas, que se queden al margen) y nos formemos para ello, estaremos atados de pies y manos, porque quienes ponen los medios necesarios para que un libro pueda ver la luz no se arriesgarán, con toda la razón del mundo, hasta que sea factible y les pueda ser rentable. A día de hoy, cualquier libro que se aparte de los cánones establecidos parece estar condenado al fracaso; cualquier novedad es etiquetada de inmediato como “apuesta arriesgada”. Doy fe, creedme…
Y todo esto nos conduce directamente a preguntarnos sobre la educación. ¿Cuál es el camino a seguir? ¿Cómo será en un futuro cercano? Pues la verdad es que no tengo ni la más remota idea. Ni yo ni nadie, desde luego. Y si alguien lo supiese, como escuché en una formación-presentación sobre los “nuevos” métodos y las “nuevas” teorías educativas (emergentes, ése fue el término empleado por quien nos dio la charla para evitar calificar de nuevo algo que no lo es) hace relativamente poco, se forraría… y éste es uno de los funestos presentimientos que tengo en relación a este tema: que toda la feria que se ha montado a su alrededor no tiene más objetivo que el de ganar dinerito con cursos, conferencias, charlas, libros y demás chascarrillos, o, cuanto menos, que el business vuelve a estar por encima de un análisis profundo del problema y de la búsqueda sincera de una solución.
Y es que desconfío de los grandes teóricos, ésa es la verdad[7]. Recuerdo que cuando trabajaba de profesor de secundaria, empezaba a hablarse de los malísimos resultados que los alumnos españoles obtenían en el hoy ya famoso Informe PISA (aún me sigue poniendo los pelos de punta la capacidad de omnisciencia que finalmente adquirió; ¡era como la caja negra de los aviones, capaz de esclarecer todos los misterios de un accidente!). Se miraba a los países del norte de Europa con envidia y su educación se colaba en los discursos y las promesas de nuestros políticos (“yo quiero una educación española a imagen y semejanza de la finlandesa”, ¿os suena?), y hasta el mismísimo Jordi Évole le dedicaba uno de sus Salvados al fenómeno nórdico hace poco[8] (y con hace poco me refiero a una, dos o tres temporadas atrás). Pues bien, recuerdo que a mis alumnos de entonces, quizá alguno lo pueda ratificar, les advertía de que esa educación que nos estaban vendiendo como ejemplo a seguir no evitaba que algunos de esos países estuvieran, en aquel momento, a la cabeza del índice europeo de violencia contra la mujer por cada cien habitantes, pero que de eso no decían nada los informes, los medios, los políticos ni los pedagogos (yo había leído el dato en prensa, en una columnita insignificante)[9]…
Hoy en día, por fortuna, empieza a relativizarse todo lo que tiene que ver con el Informe PISA. Sin embargo, tampoco creo que lo que nos están vendiendo desde hace un tiempo pedagogos y políticos sea la panacea, más bien todo lo contrario (espero que al final de este post quede suficientemente claro por qué hago copular a unos con otros). Y me explico: las mal llamadas nuevas estrategias didácticas siguen la senda de la máxima ilustrada que aconsejaba “enseñar deleitando”, lo cual me parece razonable a la par que inteligente. ¿Quién en su sano juicio se opondría a que sus alumnos aprendiesen pasándoselo bien? ¡A todos nos cuesta menos tragarnos la píldora cuanto más dulce es! Y para ello, se proponen una serie de métodos a seguir: trabajo por proyectos, colaborativo, en grupo, simulaciones, casos, problemas, investigaciones, círculos de aprendizaje, lluvias de ideas y, sobre todo, las estrellas del momento, las TIC (wikis, foros, webquests, blogs, chats…). ¿Alguna mente inteligente piensa que este enfoque educativo no se puede aplicar al libro de texto (tanto en papel como en su versión digital) con la cantidad de recursos que tiene una editorial a su alcance? Y aun así no lo hacemos, ¿sabéis por qué? Porque, como ya dije antes, carecemos del recurso más importante de todos: un profesorado que en su mayoría se decante por este tipo de educación y haga que las familias compren este tipo de libro.
No obstante, pese a que todo lo anterior me parece útil y seguramente sea lo indicado, tengo mis reservas en cuanto a su aplicación mucho más allá de los primeros años de formación. Porque, al fin y al cabo, es importante la adquisición de conocimientos, y cuanto mayores y más profundos sean éstos, mucho mejor, por mucho que nos quieran convencer de lo contrario. Y es que la “nueva” educación se basa en la aceptación de una serie de principios y en el rechazo de otros. Para empezar, se rechazan de plano las clases magistrales, ésas que nos pintan como las de un profesor que todo lo sabe y que monopoliza el discurso sin darle siquiera la más mínima oportunidad de intervención a los alumnos (me cuesta imaginarme algo así, pero bueno, de momento no romperé el pacto de ficción establecido con nuestros queridos pedagogos). Ahora bien, estoy seguro de que todos hemos tenido algún profesor que en sí mismo era un pozo de sabiduría, auténtico conocimiento vivo, y que era capaz de mantenerte embelesado mientras duraba su disertación magistral sobre una materia; es más, ¿cuántos de nosotros nos hemos matriculado en una asignatura solo por el profesor o la profesora que la impartía? ¿Cuántos hemos pagado por acudir a charlas, coloquios y conferencias para tener la satisfacción de oír a esa persona en cuestión? Somos descendientes de la oralidad, cuando niños nos ha gustado como nada en este mundo que nos contasen historias y hemos pedido que nos las repitiesen una y otra vez sólo por el placer de oírlas una vez más en boca de esa persona, así que, en principio, no le encuentro nada malo a eso de las clases magistrales (siempre y cuando no sean lo habitual y lo único, por supuesto)[10].
Los predicadores de la “nueva” educación, además, entienden que ésta debe ser competencial (lo cual significa, finalmente y en el mejor de los casos, convertirte en aprendiz de todo y maestro de nada) y, en muchos casos, que debe basarse en la teoría de las inteligencias múltiples[11], pues así, y sólo así, al contrario de la “otra” educación, la selectiva (la del abandono escolar, la de los licenciados, graduados e ingenieros que no encuentran trabajo), se conseguirá la inclusión y la integración de todos los alumnos independientemente de sus características concretas (llamémosles capacidades). Suena fantástico, ¿no? Y si además le añaden virtudes como la de ser creativa o la de tener la virtud de despertar el espíritu crítico y la iniciativa personal, ya nos tendrán a todos dispuestos para recibir el bautismo. Y el símil religioso no es baladí, mucha de la literatura que acompaña a esto de la “nueva” educación no hace más que hacerse eco de estas virtudes aquí y allá, pero sobre cómo se consigue que todos los niños desarrollen el espíritu crítico, por poner un ejemplo, poco nos dicen. Acaso sea una cuestión de fe…
En realidad, nos dicen, se trata de acabar con el saber enciclopédico (¡vaya, otro invento ilustrado!) y sustituirlo por un “verdadero” aprendizaje eminentemente práctico y útil, y adaptado a todos y cada uno de los alumnos[12]… Y todo esto que a priori parece tan bonito, que nos trae reminiscencias de aquello que costó tanto conseguir y que se dio por llamar democratización del saber, es una gran trampa. La democratización del saber no se consigue con la disminución de éste para ponerlo al alcance de todo el mundo, sino garantizándonos a todos de las mismas oportunidades y de las mismas condiciones para poder acceder a él plenamente, sin necesidad de que nos lo suavicen[13]. Esta “nueva” educación que nos quieren vender, en definitiva, que reniega de la memoria, cuando la memoria, según los estudios científicos, es esencial para que una persona sea inteligente, no sirve a la democratización, sino todo lo contrario: es el nuevo juego de esas élites que han visto cómo, durante un período de tiempo bastante escaso, nietos de mineros e hijos de obreros, como lo soy yo o pudieras serlo tú, tenían acceso a lo que antes era exclusivamente suyo. Hacer algo por la democratización del saber, y con esto acabo, por ejemplo, es que los estudiantes de la UAB se declaren en huelga porque las tasas universitarias son un 30% más caras en su universidad que en el resto del Estado español (¡bravo por el gobierno de Junts pel Sí, ellos sí que saben qué es lo que le interesa a su gente), o que los estudiantes de todo el país se movilicen contra la reválida o la LOMCE. El resto, no responde más que a los intereses de los poderosos, como siempre. Así que haríamos bien en prestar atención a qué vitoreamos o aplaudimos, ante qué nos arrodillamos. Vale.
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