Las relaciones que establecemos con el resto de personas responden a un esquema de sucesivos círculos concéntricos. En función del afecto que les tenemos, situamos a esas personas, o tal vez se van situando ellas mismas, en un círculo u otro.
Cuanto más cerca se hallan del centro, más y mejor conocen a nuestro verdadero yo, casi todas nuestras luces y nuestras sombras les son familiares, se convierten en compañeras imprescindibles de ese viaje que es la vida. Si se me permite el símil lingüístico, son argumentos que seleccionamos, son imprescindibles para la coherencia de nuestra existencia. Habitan el terreno de los amigos, independientemente de que exista o no un parentesco con ellas.
En cualquier caso, la distancia afectiva que separa al primer grupo, el de los amigos, de los otros dos es equiparable a la que separa el todo de la nada. Con los primeros compartimos nuestras alegrías y, sobre todo, nuestras penas (¿acaso hay mejor vara de medir quién merece la pena y quién no que los malos momentos?). Nos alegramos como el que más con sus momentos felices y nos apenamos con sus desgracias de igual modo que vemos y sentimos que ellos hacen lo mismo con nosotros. En definitiva, estamos y están ahí para cualquier cosa que suceda.
Por supuesto, la posición asignada no es definitiva ni inamovible, pues se somete a continua revisión, la actualizamos constantemente en función de cómo actúan y nos tratan esas personas. Así, es posible avanzar desde extramuros hasta el mismísimo centro, como también se puede hacer el camino a la inversa, naturalmente[1].
Y así andaba yo la semana pasada, a punto de lanzarme en brazos de Coelho y su pseudoliteratura lacrimógena para cauterizar mis heridas, a un tris de empezar a publicar en las redes sociales memes como “ya no espero nada de las personas” o cosas por el estilo y sumar así reconfortantes likes a mi causa, cuando recibí en mi móvil un mensaje de alguien con quien no tenía contacto desde hace unos seis años (y que me perdone por hacer público esto si algún día lee estas líneas; suelo poner por escrito lo bueno y lo malo que me sucede, y esto creo que merecía la pena colgarlo en mi blog).
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Pablo PICASSO: Dos mujeres corriendo en la playa (1922). |
Nos conocimos en el trabajo[2], cuando me dedicaba a la docencia, y poco a poco pasamos de ser compañeros a convertirnos en amigos. Supongo que basándonos en la risa y en el sentido del humor, nos hacíamos el día a día más fácil el uno al otro. Pero llegó un momento en que nos distanciamos por la absurda razón de pensar diferente sobre algunas cosas, y hasta la fecha.
Ni que decir tiene que le estaré siempre agradecido por haberme escrito y por haberse disculpado sinceramente, de igual modo que yo me he disculpado y he reconocido que fui injusto con él. Y le estaré siempre agradecido por guardar tan buen recuerdo de mí, como yo lo guardo de él, pues es lo que ha hecho posible que nos podamos reencontrar. Pero, sobre todo, le estaré eternamente agradecido por devolverme la ilusión y la confianza en las [buenas] personas y la fe en la palabra como solución a los conflictos y en el perdón sincero. Ya estoy harto de esos perdones que no son reales; si perdonas, lo haces con todas las consecuencias, eso de “yo perdono, pero no olvido” y los “yo no te guardo rencor, pero ya nunca será igual” hablan y actúan por boca del orgullo. Y el orgullo para lo único que sirve es para distanciarte de las personas que de verdad te quieren. Si alguien te dice que te perdona pero el posterior trato que te dispensa ha cambiado con respecto al que te dispensaba antes de la discusión o el malentendido, lo único que hace es generarte la terrible sensación de culpa. Y aunque la culpa es un poderoso motivo literario y fundamental para la filosofía existencialista, cuando se hace sentir a las personas reales puede tener efectos muy nocivos.
Y yo necesito rodearme de gente que sepa ver sus fallos y que me pida perdón si se han equivocado, de igual modo que necesito que sepan perdonarme a mí, porque lo van a tener que hacer si de verdad me quieren tener en sus vidas: ¡me equivoco tantas veces!
[2] No tiene nada de raro, ya lo sé, eso de que los nuevos amigos que haces en la vida de adulto los encuentres en el trabajo, es lógico, pues pasamos más horas con los compañeros que con nuestras parejas, familias y amigos de siempre, no en vano nuestros horarios coinciden con los de ellos. Sin ir más lejos, a la decepción de la que hablaba antes también la “conocí” en mi actual trabajo, donde además creo que he hecho dos o tres buenos amigos más.
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